22/5/05

Matthew Herbert (o el eterno recrearse de la electrónica)

revista G7

Mezcla el jazz con la electrónica y los sonidos de una bolsa de papas fritas con los que hace un libro de Noam Chompsky. Antiglobalización y anti-sampler-devora-sentidos, exalta la belleza del error. Se mete de cabeza en la electrónica pero siempre flirtea con los márgenes.

De la cultura rock heredamos la costumbre de pensar en solistas o bandas idolatrables, en ilustres habitantes de olimpos sonoros que nos inducen al culto a la figurita y al mechón de pelo arrancado. Sin embargo, hace ya demasiado que estamos disfrutando de unas músicas cuyos modos de producción hacen que el protagonismo (el de verdad) se diluya en una maroma de intervenciones creativas. Esa perversión creadora que ya alcanza los cincuenta años no ha dado tregua hasta estas horas infames en las que todo vale. La electrónica no sólo mezcló todas las músicas (y sonidos) y dio la bienvenida a lo bastardo declarando que todo (lo que no devino en protegido por copyright, se entiende) es materia “sampleable”, o sea, “apropiable”. También supuso la muerte de hecho del autor como tal (o su abandono en una especie de limbo digital), ya que las creaciones son mucho más colectivas que individuales, y el fin de la estrella, porque nunca se sabe quién introdujo tal innovación o porque a los artistas se les ocurre metamorfosearse en varios álter egos. De modo que sin autores y sin estrellas, quedó el casi desvarío: intentar distinguir house, dub, drum’n’bass, acid house, jungle, hip hop, trip hop, garage, ambient, pop electrónico, música concreta, acid jazz, trance, IDM, gabb, funk, post rock, 2step, disco, downtempo…
(sigue en COMMENTS)

1 Comments:

Blogger Paula Yacomuzzi said...

Dime de donde vienes y te diré…
Lo bueno es que, como en el arte todo, las reglas y las categorías sólo sirven para destrozarlas, fundirlas o confundirlas, mezclarlas o recrearlas. Y así ingresamos en el universo de Matthew Herbert. En el caso de Herbert, el rótulo que se aviene es deep house, cuya evolución lingüística es el garage y cuyo derrotero en manos herbertianas dio lugar al jazz, si se quiere nu jazz, pero jazz en definitiva. Y ¿por qué no?, ¿cómo no?, habrá dicho Herbert, quizás por ser, como es, un músico de formación tradicional. El asunto es que después de mucha música de baile, ¿por qué no una big band de jazz con la solvencia de los instrumentos y la formación tradicionales y un jazz sugerente, atmosférico y con el chisporroteo crujiente y escurridizo de una electrónica mínima? Cuatro trombones, cuatro trompetas, cuatro saxofones, un piano, un bajo y una batería dieron los “parámetros” a partir de los cuales se construyó Goodbye Swingtimes. El álbum trae música en la que adentrarse para extraviarse, profundidades a las que abandonarse, sólidas atmósferas evocadoras en donde los chirridos electrónicos juegan a hacer cosquillas, a quebrar el paso o a dilatar las pupilas. El álbum anterior, Bodily functions, ya anunciaba la inmersión jazzy en ciertos guiños a las orquestas de los años cuarenta con las cuerdas, los contrabajos, un piano cálido y un humor característico; pero es un trabajo más pop, más visual y exótico y, sobre todo, más cinético que el posterior: es difícil escucharlo echado en el sofá.
No fue exactamente en sofás, pero sí en las cómodas butacas del Auditori, una sala reservada para “las bellas músicas”, en donde Barcelona recibió al Goodbye Swingtimes de Matthew Herbert y su big band. Pero no se dejen intimidar por tanto satén plateado: Matthew Herbert era uno de los invitados estrella de la edición 2003 del Festival de Música Electrónica y Avanzada de Barcelona, el Sonar, probablemente “el” festival de la electrónica mundial, que recibe gentes de la Europa toda. Hubo que agregar otra función de Herbert, mientras Björk cantaba en la Fira en un galpón con mala acústica, y los músicos más vanguardistas ejecutaban en salones más íntimos o en el patio del Museo de Arte Contemporáneo para el “Sonar de Día”.
De modo que tenemos a un ex-house que acaba de sacar un trabajo plenamente jazz y que con su jazz viene como invitado de honor del festival de la electrónica. Ya ven: sobre el sinsentido de esas categorías a las que nos gusta encadenarnos.

Jazz y electrónica: ¡¿incesto?!
Siempre están los rigurosos que no sólo se estremecen ante cualquier intento retro (¡¡porque la electrónica es pulsión de futuro!!) sino que se desvelan por mantener los márgenes incólumnes. Lo cual sólo habla de una gran estupidez, ya que la genealogía de lo electrónico (y de toda la música, convengamos) está atiborrada de matrimonios en apariencia imposibles y de idas y vueltas insospechadas. Además, no sólo el jazz ha ido a los sintetizadores o al scratch allá lejos y hace tiempo (Herbie Hanckok en los 70s y 80s), sino que el jazz, como toda la música negra, ha estado siempre por ahí sentando las bases, mientras que géneros de última hora recurrieron al él de manera muy abierta: por ejemplo, el drum’n’bass, que con sus bajos dub y esa rítmica funk acelerada, se animó a los desbarajustes de la síncopa.
Dicen las malas lenguas que cuando un género empieza a creérsela, va a los básicos en busca de academicismo (a pesar de que incluso el jazz haya perdido su carga intelectual). Pero seguramente no es éste el caso de Herbert, quien ya participó en una big band a los 14 años, quien jamás temió a la fascinación de una buena línea melódica y quien sostiene que su incursión absolutamente jazzística es “un gran accidente”.
Este inglés de 40 años es un compositor excursionista, por decirle de alguna manera. No sólo trabajó con Björk, entre una interminable lista de producciones propias y colaboraciones de lo más variopintas. Se sabe y se le reconoce sobre todo que lo suyo ha sido explorar en la génesis misma de lo musical, que incorporó tecnologías y se metió de lleno en la electrónica y que aboga por la causa de John Cage por el sondeo rítmico y sonoro que abre las puertas a todo-lo-imaginable. Parte de ese empeño creativo son sus instrucciones para la composición musical, similares al dogma que instituyeron los daneses en terreno cinematográfico. Probablemente lo más exquisito de este “Contrato personal para la composición musical”, como él lo llama, sea su apología del error. Entre prohibiciones varias (de samplear la música de otros, de utilizar sonidos ya existentes, de reproducir digitalmente instrumentos acústicos tradicionales, etc.) y en tiempos en que hace furor la exaltación de lo imperfecto en las máximas del wabi-sabi, Herbert aclama las virtudes del error. Así lo dice: “Se alienta la inclusión, desarrollo, propagación, existencia, copia, reconocimiento, derechos, modelo y belleza de lo que comúnmente se conoce como accidente. Y aún más: los accidentes tienen los mismos derechos que las acciones o decisiones compositivas que se realizan de manera deliberada, conciente o premeditada”. Simplemente, delicioso. Su sello se llama Accidental, su sitio web es www.magicandaccident.com y, como decíamos antes, sostiene que su inmersión en el jazz es del todo accidental, que Goodbye Swingtimes surgió cuando, a principios de 2002, lo apremiaron a componer para el Festival de Jazz de Montreal del mismo año.

De las bolsas de papas fritas y otros quejidos sonorizables
Pero Matthew Herbert no sólo tiene sólidas posiciones formales. Frente a los pronósticos de puro hedonismo y puro esteticismo de los que gusta el clan electrónico, Herbert se declara contra la globalización y contra las guerras de los últimos tiempos. Pero lo suyo es la acción política invisible. ¿Qué cosa? Ok: graba un sample del ruido que hace un libro de Noam Chomsky abriendo y cerrándose, lo incorpora a un tema de su big band, y espera a que los oyentes vayan a su página web, en donde les explica todo.
Así es en Goodbye Swingtimes. Allí también caen y resuenan The new rules of the world, de John Pilger, The best democracy money can buy, de Greg Pallas, o Stupid white men de Michael Moore, entre otros, y se oye el tipeo en el teclado de una computadora de los caracteres www.soaw.org, un sitio que detalla las participaciones de Estados Unidos en las dictaduras en América Latina. “Mi deber como artista es crear algo que sea lo suficientemente interesante como para que la gente quiera ver lo que hay detrás”, dice Herbert a la revista española .H, en donde un irónico cronista se pregunta si tanta parafernalia no distraerá de la urgente tarea de incendiar un cajero.
Mientras en Bodily function, funciones corporales como latidos de corazones, respiraciones o enrevesados sonidos de los fluidos digestivos actúan rítmicamente para transportarnos a un fascinante viaje hacia nuestras propias cadencias vitales y motrices, en The mechanics of destruction, álbum que grabó también en el 2001 pero ya no como Matthew Herbert sino como Radio Boy, su alter ego más político, un sample del sonido de una bolsa de un big mac se utiliza para hacer una crítica a Macdonalds. En The mechanics of destruction hay temas cuyos provocativos nombres son “Ruper Murdoch”, “Hollywood”, “Marlboro and Bacardi”, “Coca-Cola”, “Ruanda” o “Henry Kissinger”.
Finalmente, Herbert sostiene otro tipo de compromiso antisistema y en este caso sí participa de la tribu electrónica. La grabación a través de pequeños sellos independientes suele ser “el” (o sea, el único) modus operandi del que gustan quienes no quieren verse succionados por las grandes multinacionales de la música. Herbert considera que el encarar (como hizo) la grabación, distribución, publicidad y hasta los recitales en vivo a través de un pequeño sello independiente constituye en sí mismo todo un manifiesto social.
¿…? Vaya tiempos los que corren…

7:24 p. m.  

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