22/5/05

mi Avedon privado



revista G7

A partir de la obra de Richard Avedon sobre los habitantes del oeste norteamericano he recuperado (tal vez inevitablemente) una foto de un poblador del oeste pampeano que guardaba desde la infancia en mi memoria.


La obra de Avedon y la imagen en mi memoria están separadas por los claros abismos que pueden separar a una gran obra (la avedoniana) de una pequeña estampa solamente válida en la memoria personal, en el propio e íntimo camino perceptivo. Sin embargo, juntas se convierten en una combinación explosiva. La confluencia entre ambas empieza en la similar experiencia de leer un rostro como si fuera un mapa, con sinuosidades y cicatrices que resultan huella, y se potencia hasta la desolación en el idéntico y trágico destino de los habitantes de unos oestes inhóspitos, con sus sueños truncados y una existencia que parece pertenecer ya al pasado. La combinación entre la potente aunque difusa imagen de mi memoria y el vendaval silencioso y al mismo tiempo elocuente de rostros y cuerpos avedonianos devuelve un panorama de “oestes” como “sures”, en donde las formas humanas están extinguidas y dan paso a la nada, al desierto otra vez, otra vez a las inclemencias geográficas, políticas y económicas que estos tantos madrugadores cotidianos –sus habitantes– no han logrado dominar.

Comienzo de un cuento
Cuando era niña, mi padre se y me detuvo frente a un retrato de un habitante del desértico oeste de La Pampa y me ayudó a ver en ese rostro la piel calcinada por el sol, percudida por los indomables vientos de la llanura, surcada por unas arrugas imposibles como los pliegues de un papel crepe. Los ojos, me dijo, se habían ocultado detrás de esos dobleces de la piel tras tanto fruncir el ceño, la nariz y los párpados para precisar la visión en la tierra del horizonte inalcanzable; las arrugas se habían multiplicado para proteger a esos ojos de los bravos vientos de la llanura –los mismos vientos que, según mi abuelo materno, a principio de siglo convertían cualquier viaje a esos confines en una arriesgada aventura.
Aquellas –concluyó mi padre o concluí yo o, pedagógico mi padre, eso fue lo que me hizo creer–, eran las huellas de la humedad extraviada, robada, políticamente negada el mismo día en que se abortó el río Atuel pampeano para en cambio regar y germinar los más rentables suelos y sueños de la limítrofe provincia de Mendoza. Aquellas eran en definitiva las huellas impresas por una geografía que no había encontrado atenuantes a su crueldad de vientos y soles como látigos, por una vida tan áspera como la arena que allí se mastica y respira.
Claro que aunque quisiera no podría descifrar los logros formales de una imagen que persiste desenfocada en mi memoria y con los caprichos que el recuerdo ha querido. No podría distinguir, por ejemplo, si esa imagen grita un desamparo más que físico. A pesar de toda incertidumbre, parece obligatorio concluir que fuimos mi padre y yo misma quienes proyectamos en la imagen del campesino arrugado el desamparo que ya conocíamos, la injusticia sobre el Atuel arrancado, la premonitoria extinción de unos hombres que, por ser aborígenes, eran para mi padre revisionista el mismo origen de lo pampeano. En definitiva: si no revela nada que mi padre y yo no supiéramos de antemano, si tampoco es posible evaluarla en sus logros formales, aquella fotografía tiene sentido solamente par mí; pero su rol de iniciadora en la lectura de una imagen como si fuera un mapa y a la vez estampa potente de la historia de mi oeste pampeano es, para mí, inmensísimo.
A partir de entonces, el abismo con el trabajo de Avedon, en donde la minuciosa construcción formal favorece la elocuencia de los rostros y cuerpos de los habitantes del oeste norteamericano y erige a la obra en des-cubridora, re-veladora de una realidad que permanecía del todo oculta.

(sigue en COMMENTS)

1 Comments:

Blogger Paula Yacomuzzi said...

La conquista avedoniana
Entre 1979 y 1984 Richard Avedon visitó 189 ciudades y pueblos, 17 estados norteamericanos en total, y fotografío allí a 752 personas. La selección que constituye la obra sobre las gentes del desierto norteamericano es mucho menor, por supuesto; y las fotografías expuestas son de tamaño real, blanco y negro y con rastros del negativo en los bordes. Fue un encargo del Museo Amon Carter, aunque no hubo por parte del museo condicionamientos significativos, el mismo Avedon cuenta que si las fotos no gustaban podían ser destruidas.
Desde el comienzo, Avedon eligió gentes que hacían trabajos pesados y poco reconocidos, y la selección fue minuciosa. Trabajó con una cámara de gran formato de 8 x 10 montada sobre un trípode, pero con la colaboración de sus ayudantes alcanzaba velocidades de acción casi equiparables a las de una cámara de 35 mm. Situaba a sus sujetos delante de un papel blanco de unos 3 metros de ancho por 1 metro de largo que pegaba a una pared o a un camión, y que colocaba siempre en la sombra. Tras decidir el lugar para la cámara, la distancia con la persona fotografiada, la distribución del espacio alrededor de la figura y la altura de la lente, él se ubicaba al costado izquierdo de la cámara y tan cerca del/los fotografiados que casi podía tocarlos.
Entonces comenzaba el juego. “El sujeto debe familiarizarse con el hecho de que, durante la sesión, apenas puede moverse sin desenfocarse o cambiar de posición en el espacio –describe Avedon–. Tiene que aprender a relacionarse conmigo y con la lente como si fuéramos uno y a aceptar el grado de disciplina y concentración necesarios. Según progresa la sesión, empieza a entender qué es lo que hay en él que me atrae y encuentra su propia manera de suministrar ese conocimiento.”
Mientras en los retratos publicitarios de Harper’s Bazaar y Vogue Avedon había arrancado a las modelos de unas poses de estereotipada indiferencia para ponerlas a bailar, sonreír o saltar bajo la lluvia, en el oeste norteamericano esta especie de lucha cuerpo a cuerpo que establece con el fotografiado, este “teatro silencioso”, como él mismo lo llama, devuelve a unos personajes del todo introvertidos. Magnificados por el tamaño real de la escala, los rostros de esos mineros, camareras, vagabundos, peluqueras, trabajadores de los pozos petrolíferos, camioneros y granjeros parecen no tener nada que decir, sus ojos nos abandonan a la fascinación de su silencio y sólo alguna vez hay en alguna de las caras un mínimo gesto que delata una mínima interioridad.
Como en la imagen de mi memoria, estos rostros y estos cuerpos se convierten en paisaje para ser transitado, indagado, descubierto, y tanto más elocuentes en ese dispositivo escenográfico ascéticamente publicitario (casi propio de un anuncio actual de Prada o Armani): son los ojos silenciosos, las manos expuestas o escondidas, los atuendos raídos, las posturas enhiestas o sinuosas, la completa actitud ante una cámara que no ha de verse pero que tanto sabemos que ahí está, los que delatan la dureza de su vida cotidiana, la dificultad de los trabajos físicos, una supervivencia que se confiesa como ardua lucha. Cara tras cara, mano tras mano, junto a la sucinta presentación por oficio que Avedon ha escogido (Allen Silvy, vagabundo, Ruta 93, Chloride, Nevada, 14 de diciembre de 1980; Robert Dixon, envasador de carne, Aurora, Colorado, 15 de junio, 1983), la mítica promesa del oeste norteamericano parece perder cuerpo, forma, color, dimensión, sentido... El sueño de grandeza del oeste americano se desintegra en el mayor o menor lapso que demora el recorrido por la obra expuesta, y se evidencia en la cruda subsistencia cotidiana de esos hombres y mujeres.
Los rostros que descubre Avedon son rostros que pertenecen al pasado, hombres y mujeres que son “los últimos hombres”, pioneros-sobrevivientes que ya no tienen un lugar donde habitar. El dispositivo desnuda a unos sujetos que trascienden su condición de máscara (según Barthes, es Calvino quien utiliza la palabra máscara para designar lo que convierte a un rostro en producto de su sociedad y de su historia), para descubrir la precariedad de una identidad que está acabada o, si se quiere, que nunca llegó a existir porque el origen tampoco está en estos colonizadores del oeste, sino en aquellos que fueron exterminados.
De esa manera la obra de Avedon declara fracasada aquella búsqueda “del origen” que tanto consternó a los artistas neoyorquinos de la época, que salían de la ciudad corrompida en viajes iniciáticos sin saber con demasiada precisión qué era lo que iban a buscar.

7:23 p. m.  

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